jueves, 8 de mayo de 2008

La revolución silenciosa






Francis Fukuyama
De Foreign Affairs En Español, Enero-Marzo 2008

Francis Fukuyama es profesor de Economía Política Internacional y director del Programa de Desarrollo Internacional en la School of Advanced International Studies, de la Johns Hopkins University.







Sin temor a equivocarse, América Latina no merece ningún respeto para Washington. Mencione la región en una reunión de letrados en política exterior que no sean especialistas en América Latina, e inmediatamente dejan de prestar atención. Puede haber un rápido debate sobre Hugo Chávez de Venezuela, pero la atención pronto volverá a Medio Oriente, Rusia o China. Allá por 1971, Richard Nixon aconsejaba al joven Donald Rumsfeld: "América Latina no importa... Hoy a la gente le importa un comino América Latina". Rumsfeld aceptó el consejo de Nixon para saber a dónde dirigir su carrera, y el resto es historia.

La cobertura de América Latina en los principales medios de comunicación es un poco mejor. Recibe atención sobre todo cuando causa problemas a Estados Unidos. Por ello ha corrido más tinta sobre Chávez en los últimos años que sobre todos los demás países de la región en su conjunto. Lo único que se piensa en Estados Unidos en relación con América Latina son problemas como las drogas, las bandas y la migración indocumentada.

Pero América Latina debería importar a los estadounidenses, y no sólo porque los latinos han rebasado a los afroestadounidenses como la minoría étnica más grande de Estados Unidos (15% contra 13%). La región es hogar del mayor conjunto de democracias en el mundo, pero también es un lugar de enormes desigualdades sociales y dictaduras siniestras. Por consiguiente, ha sido un campo de batalla clave de ideas, donde se han extendido todo tipo de modelos de desarrollo: comunista, socialista, de libre mercado, mercantilista. La Guerra Fría fue tema de debate en América Latina, desde el golpe de Estado contra Jacobo Arbenz de Guatemala en 1954 hasta las guerras civiles en América Central en la década de 1980, pasando por la Revolución Cubana y las dictaduras militares.

El penúltimo acto de esta fábula ocurrió en la década de 1990, cuando la región había vuelto a la democracia y capeado la crisis de la deuda de los ochenta. El final de la Guerra Fría pareció que constituiría una oportunidad para un nuevo arranque. Washington y las instituciones financieras internacionales, como el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, impulsaron a los gobiernos latinoamericanos a abrir sus economías al comercio global y a reducir el papel del Estado en el manejo económico: el llamado Consenso de Washington. Este viraje hacia ideas y políticas favorecidas por Estados Unidos no produjo el tipo de crecimiento económico dinámico que experimentó por Asia del Este, sino más bien una minicrisis de estancamiento a finales de la década de 1990 y, en el caso de Argentina en 2001, un verdadero desastre económico. Ese estancamiento preparó el terreno para la elección de líderes de centro-izquierda en Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador, Nicaragua, Uruguay y Venezuela, algunos de los cuales han denunciado al "neoliberalismo" y las políticas estadounidenses como la fuente de los problemas de sus países.

El desarrollo da forma a la materia. Si Estados Unidos no puede ayudar a llevar a los países de su propio vecindario hacia la democracia liberal y el crecimiento económico basado en el mercado, es difícil determinar qué asuntos ha estado tratando de transformar en la política de países que están al otro lado del mundo y que presentan más diferencias culturales. Por el momento, el discurso dominante en el hemisferio occidental sostiene que las ideas estadounidenses en torno al desarrollo han fallado.

Sin embargo, lo que ocurre en realidad es más complejo: pese a las salidas de tono de Chávez, la mayoría de los países latinoamericanos ha logrado profundizar en sus instituciones democráticas, integrarse a la economía global y hacer frente a las desigualdades sociales endémicas como para presagiar un buen futuro. La historia de avances lentos aunque sostenidos por parte de gobiernos reformistas, más que revolucionarios, en toda América Latina nunca ocupará los titulares de los periódicos, pero es el tema del excelente nuevo libro de Michael Reid, quien desde hace mucho ha sido corresponsal en América Latina de The Economist. "La mayoría de los países latinoamericanos estaba mejor colocado en 2007 que en cualquier momento del cuarto de siglo anterior", escribe Reid. "Pese a todo lo incompletas que fueron, y a pesar de algunos costosos errores en su implementación, las reformas económicas han dado a la región la plataforma a partir de la cual buscar mejorar su suerte en el mundo." Reid destaca que un accidente de la historia -- el punto máximo de los precios petroleros desde 2001 -- concedió una verosimilitud espuria a la alternativa representada por la "Revolución Bolivariana" de Venezuela. Ese modelo es populista en el sentido clásico del término: satisface las demandas populares de corto plazo en cuanto a gasto social, pero de maneras que son completamente insostenibles en el largo plazo, y no sólo para países que carecen de los recursos energéticos de Venezuela, sino para la misma Venezuela. La acción real radica más bien en países como Brasil y México, cuyas reformas serán probablemente más duraderas. Como señala Reid: "Los movimientos sociales radicales de representatividad a veces cuestionable podrían ganarse los titulares con manifestaciones callejeras, pero el poder de la opinión pública, expresada a través de los medios, a través de gobiernos locales o en grupos cívicos, a menudo es más significativa a la hora de lograr el cambio sin aspavientos".

¡VIVA LA EVOLUCIÓN!

Hay pruebas de avances de parte de los líderes democráticos reformistas en toda América Latina en varios ámbitos, de la manera más destacada en la alta calidad de la gestión de política macroeconómica en prácticamente todos los países de la región. La crisis de deuda de principios de la década de 1980 fue provocada por el fracaso de los líderes políticos para frenar el gasto tras las sacudidas petroleras de los setenta. Los bancos centrales cubrieron los déficit fiscales, acarreando con ello un círculo inflacionario, crisis monetarias, fuga de capitales y contracción económica. Hoy, los países del hemisferio que carecen de recursos energéticos encaran de nuevo cuentas más altas sobre las importaciones. Pero, pese al discurso opuesto al Consenso de Washington, la mayoría de los países ha mantenido su búsqueda de políticas económicas relativamente ortodoxas y ha sido recompensada con crecimiento con baja inflación. Muchos países que exportan materias primas (con la excepción de Venezuela) han creado fondos de estabilización para poner a buen resguardo las ganancias para cuando haga falta: lo opuesto a su comportamiento en décadas anteriores.

El fortalecimiento de las instituciones, señala Reid, se extiende mucho más allá de sólo la política macroeconómica. América Latina regresó a la democracia formal en la década de 1980, y desde entonces la calidad de la democracia ha estado firmemente en ascenso. Hoy, el derecho al voto es universal en toda la región, y las tasas de votación crecen pronunciadamente. Esto es cierto incluso en el caso de las poblaciones indígenas por mucho tiempo excluidas en países como Bolivia y Perú, lo que ha ayudado a líderes de herencia indígena (Evo Morales y Alejandro Toledo) a triunfar en las elecciones. En gran medida, el fraude electoral es cosa del pasado; un logro particularmente notable es el de México, donde la reforma del Instituto Federal Electoral ha limpiado el proceso de elecciones presidenciales del país, que era ampliamente conocido por su corrupción (a pesar de las acusaciones irresponsables que en sentido contrario hizo el candidato perdedor del año pasado, Andrés Manuel López Obrador). También ha habido descentralización en Colombia, Brasil y otros países, lo que ha acercado más la democracia a la gente. Una serie de alcaldes reformistas electos en Bogotá, por ejemplo, ha implementado programas innovadores para hacer frente a las drogas y las pandillas, y así reducir pronunciadamente la tasa de homicidios de la ciudad y mejorar los servicios públicos. En Brasil, por largo tiempo dominado por una política clientelista tradicional, "los votantes han adquirido un hábito de valerse de las urnas para castigar a los alcaldes o gobernadores que destinaron una desproporcionada porción de sus ingresos al empleo público más que a los servicios o la inversión". Buena parte de esta profundización de la democracia fue posible por el hecho de que, desde el final de la Guerra Fría, Estados Unidos ya no ha evitado que dirigentes izquierdistas lleguen al poder.

Los acontecimientos más interesantes se han dado en el sector social. América Latina nació con un defecto congénito: una distribución inicial sumamente desigual de los recursos que se remonta a la era colonial. En algunos países la desigualdad estaba enraizada en la esclavitud; en otros se superpone con estratificaciones fundadas en la pertenencia étnica y la raza. La desigualdad se ha perpetuado por generaciones de una forma notablemente duradera. Es por ello que el desempeño económico de la región nunca se ha emparejado con el de Estados Unidos, o con los países de rápido desarrollo de Asia Oriental, en el largo plazo. Las sociedades oligárquicas pueden ser capaces de lograr altas tasas de crecimiento por cierto tiempo, pero la persistencia de las desigualdades en la distribución conduce a la inestabilidad política y al populismo, cosa que socava el crecimiento. Así están pasando las cosas hoy en países andinos como Bolivia, Ecuador y Venezuela.

Pero hay mucho de cambio social que rezuma bajo la superficie. Reid señala que en todo el continente ha habido una considerable movilidad social de facto conforme se urbanizan y se vuelven más educadas las sociedades. En 15 años, el porcentaje de hogares latinoamericanos con electricidad se han elevado de 83% a 90%; las tasas de asistencia a la escuela primaria han tenido incrementos similares. La globalización y la emigración han expuesto a la gente a nuevos lugares e ideas, y las remesas de los emigrantes superan por mucho a la inversión extranjera como fuente de intercambios.

Las innovaciones más interesantes en la región están en programas sociales específicos que enfrentan directamente el problema de la pobreza. Éstos empezaron durante la década de 1990 con el plan Progresa de México, un programa de transferencia condicional de dinero (TCD) que otorga pequeñas sumas directamente a personas pobres con la condición de que los padres envíen a sus hijos a la escuela. Con el nombre de Oportunidades, el programa fue notablemente ampliado durante el gobierno del presidente Vicente Fox después de 2000 para abarcar a todo México. Este enfoque fue copiado por Brasil en su programa Bolsa Família, que ahora llega a una de cada cuatro familias brasileñas. Entre 1996 y 2005, la pobreza en México se redujo a la mitad, y entre 1995 y 2004, el notablemente alto coeficiente Gini (una medida de desigualdad económica, en la cual cero representa la igualdad absoluta y uno la desigualdad absoluta) de Brasil cayó de 0.599 a 0.571. Estos resultados en parte se debieron a un prolongado periodo de crecimiento económico permitido por sensatas políticas macroeconómicas y en parte también a programas sociales que enfrentaron directamente el problema de la desigualdad. Los programas de TCD son mucho más sostenibles, señala Reid, que los programas asistencialistas de Chávez, financiados con petróleo, que siguen un patrón paternalista.

Es interesante destacar que las políticas sociales innovadoras han provenido de América Latina, no de Washington. El Consenso de Washington sólo se quedó en palabras ante la necesidad de una red de seguridad social, pero la política social nunca fue una prioridad en los intereses de los formuladores de políticas públicas estadounidenses. De hecho, muchos economistas sostendrían que el mejor programa contra la pobreza es un rápido crecimiento económico. Tienden a considerar con recelo los nuevos programas sociales, ya que fueron las antiguas concesiones del Estado benefactor en América Latina las que provocaron el excesivo gasto público, las enormes burocracias y la crisis de la deuda de principios de la década de 1980.

El grado hasta el cual los países deberían favorecer programas específicos de combate a la pobreza por encima de una política de crecimiento a ultranza, es un debate de políticas públicas que requiere ser más público que lo que lo ha sido hasta la fecha. Es cierto que un rápido crecimiento económico reduce la pobreza: algunos de los mayores avances en el abatimiento de la pobreza han surgido en años recientes en China e India, donde las políticas se han centrado en reducir los enormes sectores estatales. Sin embargo, en América Latina sólo Chile ha podido sostener una tasa de crecimiento de largo plazo que ha permitido avanzar en la lucha contra la pobreza, pese a seguir siendo una sociedad sumamente desigual en comparación con los estándares internacionales. Muchos defensores del crecimiento olvidan cuán importantes fueron las políticas sociales -- en la forma de reformas agrarias y fuertes inversiones en la educación básica -- en el éxito de Asia Oriental. No es realista pensar que los políticos democráticos de América Latina puedan ganar las contiendas electorales si no tienen programas que atiendan específicamente a los pobres y los excluidos, que quizá sea la causa de por qué muchos programas de TCD fueron iniciados por gobernantes centristas o de centro derecha, como Ernesto Zedillo y Fox en México y Fernando Henrique Cardoso en Brasil.

LA NEGACIÓN DEL PROGRESO

Forgotten Continent es dos libros en uno, dirigido a dos públicos diferentes. El primero es un texto básico integral sobre la historia, la política y la cultura del hemisferio para quienes no están familiarizados con la región. El segundo es un interesante argumento sobre el estado de la política latinoamericana contemporánea para quienes están al tanto de ella. Los de la segunda categoría pueden brincarse fácilmente buena parte de los primeros ocho capítulos del libro. Incluso en las secciones que tratan sobre temas contemporáneos, el autor se siente obligado a presentar antecedentes de todo, desde la guerra contra el narcotráfico hasta el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, pasando por las maquiladoras en Ciudad Juárez, México; incluso probablemente el autodidacta mejor intencionado no quiera saber tanto sobre tantos temas. De cualquier manera, es bueno recordar algo de historia. Después de todo, el cambio de régimen con resultados desastrosos fue inventado por las fuerzas armadas estadounidenses no en Medio Oriente en 2003, sino en la cuenca del Caribe el siglo pasado.

El hecho de que se estén logrando avances en ciertas áreas no debe ocultar los inmensos desafíos que encara América Latina. Por fortuna Forgotten Continent no pasa por alto esos retos. De todas las áreas de la reforma estatal, mejorar el estado de derecho es quizá la más importante, y es un área en la que se han visto pocos avances. Los sistemas judiciales siguen estando politizados y siendo corruptos y a menudo se ven superados por los narcotraficantes, las pandillas transnacionales fundadas en ciudades estadounidenses y un gran crecimiento de la población juvenil que han elevado abruptamente las tasas delictivas en todo el continente. Si bien las tasas de educación primaria y secundaria están en ascenso en muchos países, la calidad de la misma es pésima, cosa que es probablemente la fuente individual más importante del rezago en la competitividad económica de la región. En Argentina y México, los sistemas educativos excesivamente centralizados son presa de los sindicatos de maestros, a los que les preocupa más la seguridad del empleo que el desempeño educativo. Y, como señala Reid, aunque el nivel general de gasto social en América Latina no es malo en comparación con otras partes del mundo, su composición es terrible, pues tiende a ir hacia las clases alta y media en vez de a los pobres. Brasil gasta un cuarto de su presupuesto para educación en universidades públicas gratuitas pero desatiende la educación primaria y secundaria universal. Por último, por todas partes los mercados laborales están sobrerregulados, como legado de los Estados benefactores de mediados del siglo XX. Ello reduce el crecimiento del empleo y crea un sector sindicalista privilegiado y a la vez conduce a la mayoría de los trabajadores a un sector informal no regulado.

Pero incluso esta lista de problemas permite tener razones para un optimismo cauteloso, ya que casi todos ellos pueden resolverse, al menos teóricamente, mediante políticas públicas. No están arraigados en la cultura o las antiguas tradiciones ibéricas, más de lo que lo fue la hiperinflación o la falta de disciplina fiscal. El verdadero desafío radica en la capacidad de los políticos democráticos para construir las coaliciones políticas necesarias para llevar a término estas reformas, cosa que puede hacerse, como lo han demostrado estadistas como Cardoso en Brasil y Zedillo en México. Pero arreglar un sistema de pensiones por aquí o una burocracia educativa por allá no es atractivo y nunca se menciona en ninguno de los medios estadounidenses o europeos (con la posible excepción de The Economist). En consecuencia, hay un sesgo pesimista que socava las expectativas mismas de la propia reforma democrática. Señala Reid: "Uno de los problemas que enfrentan las democracias de América Latina es la negación persistente del progreso por parte de muchos académicos, periodistas y políticos, tanto dentro de la región como entre los observadores de Estados Unidos y Europa".

Hoy, la tarea del reformismo democrático es especialmente difícil porque debe avanzar ante los nuevos desafíos populistas planteados por personajes como Chávez, Morales y Néstor Kirchner, de Argentina. Los públicos están sumamente movilizados y se muestran impacientes con los procesos políticos que a menudo tardan años en rendir frutos. Reid tiene toda la razón al afirmar que hoy se está entablando una batalla por el alma de América Latina. Puesto que esta batalla implica ideas e instituciones cercanas al corazón de los estadounidenses -- entre ellas la democracia, los derechos individuales y los mercados libres -- realmente es algo muy malo que tan pocos de ellos estén prestándole atención.