jueves, 29 de noviembre de 2001

Después del 10D

Por: Nicolás Toledo Alemán.





La élite económica, política y cultural de Venezuela haría bien en irse preguntando qué va a pasar en este país después del 10 de diciembre. Luego de un paro nacional exitoso, no va a ser tan importante preguntarnos qué va a hacer el Gobierno, sino qué vamos a hacer con el Gobierno. Porque al Gobierno no le va a quedar otra alternativa que radicalizarse en su ya innegable tránsito hacia el totalitarismo y se nos hará evidente la necesidad de reaccionar ante lo que, hasta ahora, ingenuamente habíamos escamoteado.

El totalitarismo históricamente se ha impuesto utilizando con distintos matices dos tipos de estratagemas: primero, un ataque a la política para terminar sustituyéndola por una visión ideológica cargada de violencia y, segundo, mezclando terror y manipulación para procurar la homogenización y movilización de una población al servicio de objetivos revolucionarios sin dejar espacio institucional a otras alternativas. Esos espacios, después del 10D, se achicarán, la movilización popular propiciada por el régimen se intensificará y la violencia social se hará omnipresente.

En todos los lugares donde ciertos intereses sociales, nacionales o culturales se sienten amenazados por la apertura de la economía y las instituciones democráticas, el totalitarismo ha proliferado; y de la misma manera, la globalización económica actual es usada como excusa para que las resistencias integristas asuman el poder mediante regímenes totalitarios.

Después del 10D, el Presidente Chávez y sus voceros incrementarán su discurso antiglobalización, cargado de frases hechas contra el llamado neoliberalismo salvaje, del ALCA, de los Estados Unidos, de los países industrializados, del norte y a favor de un mundo multipolar y de una economía autárquica.

El totalitarismo ha mutado de una forma de régimen político de partido único, con el ilimitado poder de un jefe supremo, con adoctrinamiento ideológico y control político generalizado, hacia una forma o modelo de sociedad y cultura que le permite al poder autoritario someter a todos los actores sociales, económicos, políticos y culturales a su voluntad hegemónica, identificando la sociedad con el Estado y a éste con una especie de ser histórico superior, de modo que la sociedad debe ser “purificada”, homogeneizada. Unificando las categorías de Estado y de sociedad se cumple con la anulación absoluta del sujeto. Después del 10D, los intereses individuales, grupales, sectoriales o de clase continuarán siendo expropiados de toda legitimidad en nombre de un bien común, social, popular y revolucionario investido de una supuesta entidad ética superior.

Si algo caracteriza a los totalitarismos es que el poder político habla en nombre del pueblo. En el totalitarismo el príncipe se dice pueblo y, cuando habla, afirma que la que se deja oír es la voz de éste. En principio, los excluidos sentirán este proceso como reivindicación de su suerte histórica, pero pronto sucumbirán a la diabólica lógica totalitaria: ellos también serán anulados en su individualidad en función de la revolución; escuchándo(se) a través del líder, terminarán perdiendo la voz.

El de Chávez, después del 10D, seguirá siendo un régimen de corte popular porque buscará movilizar aún más las conciencias, generará una adhesión entusiasta y despertará el espíritu de sacrificio de sus adeptos, pruebas por demás irrefutables de cómo irán siendo abolidos por el poder los intereses individuales de los sujetos a favor de la “Obra” redentora y sagrada del poder totalitario. Para ello requerirá de sucesivos chivos expiatorios.

Después del 10D, el régimen totalitario intentará incrementar la utilización de recursos económicos y culturales para ponerlos al servicio de la construcción y la defensa de esa especie de identidad mítica llamada el proceso, limitada prácticamente a la justificación de un poder absoluto. Las leyes producto de la habilitación dada al líder se justificarán por su supuesta funcionalidad revolucionaria, bolivariana, zamorana o popular aunque sean irracionales desde un punto de vista económico, legal, o se salten a la bartola la institucionalidad. De allí que criticarlas técnicamente carezca de sentido, su utilidad es política, de ello que su crítica también deba serlo.

Después del 10D a nuestra élite le quedará mucho por hacer, no creo que sea un mal consejo convencernos de no poder seguir esperando que los precios del petróleo, otro militar impetuoso, una potencia extranjera o un golpe de suerte hagan el trabajo que históricamente y por doquier nos corresponde: fijar rumbos, servir de modelos, sembrar esperanzas, comprometernos sin complejos con nuestros legítimos intereses, actuar políticamente en defensa de los valores que nos son consustanciales.

martes, 27 de noviembre de 2001

Había una vez una Asamblea…




“La extrema obediencia supone ignorancia en quien obedece…, inclusive en quien manda, el cual no tiene que deliberar, que dudar, ni razonar; no tiene más que querer.”
Montesquieu



... cuyas acciones legislativas se supeditaban a aprobar acrítica y velozmente cualquier iniciativa surgida del ejecutivo, a cercenar todo derecho a controlar los actos del Gobierno, a acallar todo intento por elevar una voz de protesta contra el régimen, a abortar toda iniciativa por investigar las denuncias contra violaciones a los derechos humanos, ilícitos administrativos y abusos del poder. Se encargaban de excusar a los ministros a los que la oposición consideraba necesario interpelar y habilitaban al ejecutivo para que legislara por la vía rápida.
Sus argumentos eran los típicos: ellos habían sido elegidos por el soberano, acompañaban al Presidente en una gesta heroica por fundar una nueva república, convencidos como estaban de que nada podía ser peor que el pasado, del cual abjuraban, usaban los errores de dicho pasado para excusar los que ellos mismos cometían y todo ello bajo el argumento de que los guiaban excelsas buenas intenciones. Era tanto su poder y su popularidad que podían ser altaneros, arrogantes, soberbios, tanto levantando el bosque de brazos con el que contaban en la Asamblea Nacional, como en sus declaraciones a los medios de comunicación. Cualquier opositor era tildado de escuálido, de antipatriota, de extremista o terrorista o conspirador. Permitían que se intimidara a los medios de comunicación opuestos al régimen, excusaban el uso arbitrario y chantajista del cobro de impuestos, les parecía natural que se engrasara las manos de militares afectos al proceso, que se censurara a la prensa, que se torturara, matara o desapareciera a jóvenes, estudiantes y trabajadores echándole la culpa a la delincuencia común, a los enfrentamientos entre bandas rivales o al narcoterrorismo.
Por lo general, se trataba de personajes grises, sin mayores luces propias ni apoyo popular real sustentado en trabajo social o comunitario alguno; que habían llegado a dichos cargos gracias al portaviones presidencial, que avalaron el cierre del anterior congreso y que llegaron a la Asamblea luego de un referéndum que le otorgó el mayor cúmulo de poder que presidente alguno reconociera la historia.
¿Qué recuerda la historia de los congresistas del partido fujimorista Cambio 2000? Pues que medraron de un Gobierno autoritario y corrupto, que se vendían por poco más que un plato de lentejas y unas monedas de plata servidas en la oficina de Montesinos. Su vida política ha sido barrida por la historia, esa historia que se construye, día a día, el pueblo peruano. Hoy por hoy, ninguno de los que apenas hace un año gozaban de las mieles del poder, tiene alguna vida pública y están desterrados por completo del favor popular.
Muchos se están preguntando por qué no se percataron a tiempo de cómo iban perdiendo la dignidad que sus padres les legaron, otros lamentan el vértigo que les impidió en algún momento saltar la talanquera. Otros están presos y otros huyen. Ninguno quiere acordarse de su líder...
El asambleísta del MVR cerró el libro de Historia Contemporánea de América Latina cuando oyó su nombre por los altavoces, levantó la mano para ayudar a pasar la aplanadora para apoyar las 49 leyes que el Presidente se empeñaba en sancionar aún en contra del rechazo de toda la sociedad y pensó, una vez más, en que esa noche tendría que volver a bajar la mirada cuando sus hijos intentaran escudriñarle el alma.