sábado, 2 de julio de 2011

Un hueco en las entrañas

Por: Nicolás Toledo Alemán.


Había una vez un río de petróleo que iba a desembocar en un mar de corrupción. En ese mar nadaban con mayor o menor pena un conjunto de personas agarrándose de lo que pudiera flotar: un cargo en la administración pública, una beca cultural, una cátedra de alguna universidad autónoma, compadrazgos que dicho sea de paso flotan muy bien en estas aguas, alguno que otro del robo de bancos -los bancos siempre flotan bien en cualquier mar-, otros de ciertos contratos cuyo diseño los hace surcar las olas plácidamente y muchos, pero muchos que de tanto comer mierda flotaban solos.
Sus días pasaban sin pena ni gloria, sobre todo sin gloria. Lavaban sus gargantas con cualquier lavagallo, empotrados en barras de bares que también medio flotaban como podían. Hablaban de cualquier vaina generalmente en tiempo pasado glorioso que no pudo ser de tanto jején y cadillo, pero sobre todo de errores y traiciones, de conchas y tiros y torturas y helicópteros desde donde llovían héroes. Algunos eran artistas plásticos, poetas, cineastas y hasta escritores (músicos pocos, ellos vuelan alto) que cada quince y último se daban un paseíto nadando pasaban por go y cobraban sus cobres.
Tenían buen verbo, hablaban de mundos mejores y hombres nuevos, de justicia y libertad. Criticaban ese mar en el que flotaban cada vez que se ponían a nadar estilo espalda y podían ver el sol. En ese mar también había barcos, botes y yates, pero también corchos y grandes peñascos fuertemente implantados en la arena. Los barcos eran exitosos, en ellos cabía mucha gente. Los botes no estaban mal, te permitían mantener la cabeza fuera y respirar con cierta holgura. Los yates si eran inalcanzables, por lo general lo manejaban yuppies que hacían dinero en la bolsa y transaban divisas preferenciales. Los corchos siempre estaban a flote, subían con cualquier ola y cuando había marea baja flotaban igual que con la alta pero eran mal vistos por no tener ideas propias y dejarse llevar por modas, los llamaban oportunistas. Las rocas y peñascos estaban allí, al parecer, en contra de su voluntad. Se sentían más bien injustamente bañados por la calidad putrefacta de esas aguas, seguían allí porque algo las mantenía firmemente arraigadas en una lucha permanente contra la fuerza erosionadora del mar.
Un día pasó por allí un portaviones, la mayor parte de los que allí pululaban lo admiraron, le vieron sólido, bien armado, con gran calado y mucha autonomía de navegación, en su cubierta había poca gente, muchos en popa viendo hacia atrás, algunos a babor (izquierda) y otros a estribor (derecha) y aparentemente nadie en la proa viendo hacia adelante. Les tendieron cabos y escaleras y muchos, muchísimos, subieron a bordo. Los que lo hicieron muy pronto cambiaron el lavagallos por finos licores, la dieta de estiércol por platos abundantes en las mejores mesas. Tan sólo les ordenaron ponerse un salvavidas color rojo y asistir a todas las convocatorias que se hiciesen. Parecía poco el costo para semejante travesía en comodidad y prestancia. El portaviones hundió a la mayor parte de los barcos y botes, pero los que navegaban en ellos pronto se unieron y empezaron a construir un buque acorazado.
La vida en el portaviones era cómoda, el combustible tan solo se debía tomar del mismo mar en el que flotaban, viajaban por todo el mundo, vivían con boato y desdén por los demás. Despilfarraron sus alacenas y tenían siempre sus motores a toda revolución arrasando con todo lo que estuviera al alcance de sus hélices. Era tan grande y poderoso que menospreciaron al acorazado y, sobretodo, despreciaron a todos los que no tenían salvavidas lanzándolos por la borda o topándolos con su proa hasta partirlos o doblegarlos.
Un día, por casualidad, alguien descendió a la sala de máquinas, nunca nadie había sentido la necesidad de visitar esas entrañas; el gran buque se sentía tan cómodo, tan poderoso, era tan arrogante y el horizonte estaba tan despejado que ¿para qué revisar allí, donde es mejor no estar jurungando?
Lo que encontraron les hizo saltar las alarmas: un gran hueco por debajo de la línea de flotación, un hueco corroído en un latón herrumbroso. Ordenaron taparlo, pero empezaron a ver que el óxido y el moho se habían extendido a otras paredes aledañas en el vientre del navío.
¿Qué hacer? Por lo pronto seguir con la música, que nadie se entere pues el pánico podía escorar al otrora indestructible portaviones. Muchos confían en los soldadores y fontaneros pero empiezan a tragar duro. Otros se aferran aún más fuertemente a sus salvavidas y buscan probarlos disimuladamente en las bañeras y en las piscinas. Todos silban y se pasean por cubierta como quien no quiere, así, distraídamente, acercándose como por casualidad a los pocos botes salvavidas y otros se hacen de bengalas por si hay que lanzar señales de auxilio. Todos sacan cuentas, el de al lado, el de enfrente pudiera ser tu competencia a la hora del “mujeres y niños primero”.
Ya nada parece ser lo mismo en ese mar de corrupción con su afluente petrolero. El portaviones podrá seguir a flote pero se le vieron las costuras, nunca podrá seguir como si nada, su lustre y su mito de acero indestructible hizo agua, ahora le pesa el tonelaje, su tripulación lo acompañará mientras flote y mantengan a resguardo los botes salvavidas. Nadie quiere ser el primero, pero sobre todo, nadie querrá ser el último en saltar. Sus pasajeros están nerviosos y empiezan a otear el horizonte cotejando las condiciones del navío que les da albergue con las del destructor que navega a su lado. Los demás botes y yates empiezan a hacer ondear facturas que hacen las veces de banderas.
En cubierta tirita un pasajero, si se le acercan podrán oírle lamentarse en voz queda: Tan mal que me porté con ellos, tan altanero que fui, tan vengativo, cuánto mentí, a cuánta gente herí, tanto equipaje que acumulé en mi camarote 5 estrellas que ahora me pesa y que no podré ocultar y este chaleco que me ahoga…

1 comentario:

ARACELI dijo...

Hay heridas que no sanan y otras que cicatrizan mal, pero el peso del remordimiento es una carga demasiado pesada que no permite salir a flote...